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Sir Thomas More

El próximo seis de julio se cumple un nuevo aniversario de la decapitación en la Torre de Londres de uno de los humanistas, juristas, escritores y políticos que causan mayor admiración histórica, y que debería ser un referente para muchos políticos, se trata de  Sir Thomas More. Pese haber transcurrido algo más de cinco siglos desde aquél 1535, la huella y el legado que ha dejado a la humanidad no sólo permanece inalterable, sino que cobra cada día un mayor relieve por su llamativo contraste con la actual casta política en general. El rey Enrique VIII por el prestigio y la amistad con Tomás Moro, le nombró Lord Canciller de Inglaterra -el primer laico que ocupó este cargo- que es el segundo puesto de entre los ministros de la corona. El monarca –como es conocida la denominada “cuestión real”- decidió divorciarse de Catalina de Aragón, con quien no pudo tener un heredero varón, y contraer nuevas nupcias con Ana Bolena para lograr este objetivo. Para ello, solicitó la nulidad matrimonial ante la Iglesia católica de Roma, y el Papa Clemente VII se la denegó por no existir causa ni motivo justo. Esto  provoca la reacción airada y colérica del soberano quien –para justificar sus desmanes- declara la  escisión con la Iglesia católica, y promueve la Reforma protestante, proclamándose en la máxima autoridad de la Iglesia anglicana con el apaño del Parlamento. El rey consiguió el apoyo de todos los órganos e instituciones del reino, entre ellos los nobles y prelados, solicitando institucionalmente la anulación de su matrimonio. Era consciente, a su vez, de que el único que no se doblegaba a su corrupta y despótica voluntad era Tomás Moro, porque: “Es honrado, y lo que es más importante, todo el mundo lo sabe”, pero su silencio atronaba toda Inglaterra y Europa. Así pues, por motivos de conciencia, se negó a firmar el “Acta de Supremacía” que suponía el repudio de la autoridad del Papa, lo que llevaba aparejado la condena a decapitación. Se realizó un simulacro de juicio sumarísimo, dirigiendo la acusación Thomas Cromwell, en donde la sentencia ya estaba dictada de antemano, con pruebas de falsos testigos, y antes de ser ejecutado por alta traición manifestó: “Muero siendo el buen siervo del rey, pero primero de Dios”. Ni que decir tiene que Enrique VIII luego llegó a estar casado hasta en seis ocasiones. La vida de Tomas Moro ha sido llevada al cine de forma magistral en “Un hombre para la eternidad” (1966), dirigida por Fred Zinnemann, y premiada con seis Oscar, que nunca cansa de volver a ver, como remedio medicinal, ante el hediondo ambiente político. No es de extrañar que fuera canonizado como mártir a principios del siglo pasado, y también fuera nombrado por Juan Pablo II en el año dos mil como patrono de los políticos y gobernantes. Desde luego, el ejemplo de Tomás Moro choca frontalmente con los políticos actuales que banalizan sus principios para relegarlos a un mercadeo de relativismo posibilista para alcanzar su único objetivo que es el perpetuarse a toda costa en el poder, que como bien apuntó Groucho Marx se podría resumir en: “Estos son mis principios. Si no les gustan, tengo otros”. La percepción social que se tiene de los políticos es la de una de las principales preocupaciones que más acucian a los ciudadanos, conscientes de que están inmersos en una estructura de corrupción permanente, salvo contadas excepciones, que el sistema alimenta y la partitocracia es incapaz de atajar. A nadie escandaliza que actualmente existan mil seiscientos sesenta y un casos de corrupción investigados por los tribunales de justicia, constatación de que el poder corrompe, y que los controles que éste establece son insuficientes y no funcionan. Aquí ningún político dimite, ni se juega su carrera y prebendas por defender unas ideas –porque quizá no tenga otro oficio-, y nadie se atreve a moverse de la foto –rompiendo la disciplina de voto- porque si no, no sale. La diferencia entre Enrique VIII –fiel reflejo de la actual clase política- y Tomás Moro es que uno pasará a la historia como un detestable gobernante despótico e inicuo, y el  otro como un hombre para la eternidad, coherente con los dictados de su conciencia.