En pleno viaje histórico del Papa Francisco a EE.UU., existe en la opinión pública la expectación del mensaje que transmitirá al pueblo norteamericano y, en concreto, sobre los ya denunciados abusos del capitalismo.
Sin ir más lejos, el neoyorquino “Wall Street Journal” sale al paso de las continuas críticas del Pontífice a los excesos de la economía de mercado, y se pregunta si no corre el riesgo de convertirse “más en un líder político que espiritual”. Este rotativo pone en contraste Cuba y Argentina, como modelos de falta de libertad (económica en el caso argentino), con Estados Unidos, un país que “ha prosperado gracias a la protección de los derechos y las libertades individuales”.
Así como una gran parte del pontificado de san Juan Pablo II estuvo centrado en el comunismo, y el de Benedicto XVI en el relativismo, a nadie se le oculta la sensibilidad de este Papa argentino por la opción de los pobres, y la reprobación del capitalismo desenfrenado.
De aquí surge el debate intelectual que puede llevar a cuestionar si son compatibles el catolicismo y el liberalismo político y económico. Entre algunos cristianos existe el asentimiento con lo que afirmara hace sesenta años el teólogo Paul Tillich: “Todo cristiano coherente debe de ser socialista”. Y es que la actitud de la Iglesia frente al capitalismo –al menos en la segunda mitad del s. XIX y primera del XX– presenta muchas afinidades con su reacción inicial frente al liberalismo político: desconfianza frente a lo nuevo; temor a la libertad (en lo económico: libre competencia; producción no planificada centralizadamente); nostalgia de la vieja sociedad “ordenada”, etc.
León XIII (Rerum novarum, 1891) y Pio XI (Quadragesimo anno, 1931) atacarán duramente el liberalismo económico, al que responsabilizan de la “miseria de los obreros”; la riqueza como “juego de suma cero” (la ganancia del rico supondría siempre el expolio del pobre) o el desorden del individualismo no planificado; esto en absoluto implicaría la opción católica por el socialismo.
Sin embargo, parece evidente que la doctrina social de la Iglesia ha experimentado con el tiempo un giro importante, aunque sea “minimalista”. En la (Centesimus annus, 1991) san Juan Pablo II establece que: “La Iglesia no tiene modelos (económicos) para proponer. Los modelos reales y verdaderamente eficaces pueden nacer solamente de las diversas situaciones históricas, gracias al esfuerzo de todos los responsables que afrontan los problemas concretos en todos sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales”.
También se podría argüir que la afinidad entre cristianismo y liberalismo parece innegable, al constituir uno de los pilares esenciales de la cultura occidental. Para dirimir la discordia resultan sugestivas las explicaciones de Thomas E. Woods, quien reconoce que la doctrina social de la Iglesia establezca, por ejemplo, que el trabajador debería percibir una remuneración suficiente para mantener dignamente a su familia. Pero la doctrina de la Iglesia haría mal en recomendar esta o aquella fórmula concreta para alcanzar tan deseable objetivo: eso es algo que incumbe a los economistas.
La receta que parece más acertada (imposición por decreto de un salario mínimo) podría no ser la más eficiente (la ciencia económica guarda muchas “sorpresas”); de tal forma que un salario mínimo artificialmente alto puede multiplicar el desempleo. Por eso, concluye, pretender describir el funcionamiento de las relaciones económicas está más allá de la competencia del Magisterio eclesiástico, “al igual que éste no puede decirnos cómo construir un rascacielos”.
Que la forma más eficaz de ayudar a los pobres radique en una fuerte distribución estatal (como creen los socialistas) o en el crecimiento propiciado por la libertad económica (como creen los liberales), es una cuestión técnica que la Iglesia no tiene que resolver, y en la que incluso los católicos debería poder discrepar libremente.
No parece razonable que la Iglesia –cuyo mensaje espiritual es universal y trasciende los contextos históricos– vuelva a comprometerse de manera excluyente con modelos políticos o socio-económicos concretos.