Archivo por meses: septiembre 2015

Católicos y liberales

En pleno viaje histórico del Papa Francisco a EE.UU., existe en la opinión pública la expectación del mensaje que transmitirá al pueblo norteamericano y, en concreto, sobre los ya denunciados abusos del capitalismo.

Sin ir más lejos, el neoyorquino “Wall Street Journal” sale al paso de las continuas críticas del Pontífice a los excesos de la economía de mercado, y se pregunta si no corre el riesgo de convertirse “más en un líder político que espiritual”. Este rotativo pone en contraste Cuba y Argentina, como modelos de falta de libertad (económica en el caso argentino), con Estados Unidos, un país que “ha prosperado gracias a la protección de los derechos y las libertades individuales”.

Así como una gran parte del pontificado de san Juan Pablo II estuvo centrado en el comunismo, y el de Benedicto XVI en el relativismo, a nadie se le oculta la sensibilidad de este Papa argentino por la opción de los pobres, y la reprobación del capitalismo desenfrenado.

De aquí surge el debate intelectual que puede llevar a cuestionar si son compatibles el catolicismo y el liberalismo político y económico. Entre algunos cristianos existe el asentimiento con lo que afirmara hace sesenta años el teólogo Paul Tillich: “Todo cristiano coherente debe de ser socialista”. Y es que la actitud de la Iglesia frente al capitalismo –al menos en la segunda mitad del s. XIX y primera del XX– presenta muchas afinidades con su reacción inicial frente al liberalismo político: desconfianza frente a lo nuevo; temor a la libertad (en lo económico: libre competencia; producción no planificada centralizadamente); nostalgia de la vieja sociedad “ordenada”, etc.

León XIII (Rerum novarum, 1891) y Pio XI (Quadragesimo anno, 1931) atacarán duramente el liberalismo económico, al que responsabilizan de la “miseria de los obreros”; la riqueza como “juego de suma cero” (la ganancia del rico supondría siempre el expolio del pobre) o el desorden del individualismo no planificado; esto en absoluto implicaría la opción católica por el socialismo.

Sin embargo, parece evidente que la doctrina social de la Iglesia ha experimentado con el tiempo un giro importante, aunque sea “minimalista”. En la (Centesimus annus, 1991) san Juan Pablo II establece que: “La Iglesia no tiene modelos (económicos) para proponer. Los modelos reales y verdaderamente eficaces pueden nacer solamente de las diversas situaciones históricas, gracias al esfuerzo de todos los responsables que afrontan los problemas concretos en todos sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales”.

También se podría argüir que la afinidad entre cristianismo y liberalismo parece innegable, al constituir uno de los pilares esenciales de la cultura occidental. Para dirimir la discordia resultan sugestivas las explicaciones de Thomas E. Woods, quien reconoce que la doctrina social de la Iglesia establezca, por ejemplo, que el trabajador debería percibir una remuneración suficiente para mantener dignamente a su familia. Pero la doctrina de la Iglesia haría mal en recomendar esta o aquella fórmula concreta para alcanzar tan deseable objetivo: eso es algo que incumbe a los economistas.

La receta que parece más acertada (imposición por decreto de un salario mínimo) podría no ser la más eficiente (la ciencia económica guarda muchas “sorpresas”); de tal forma que un salario mínimo artificialmente alto puede multiplicar el desempleo. Por eso, concluye, pretender describir el funcionamiento de las relaciones económicas está más allá de la competencia del Magisterio eclesiástico, “al igual que éste no puede decirnos cómo construir un rascacielos”.

Que la forma más eficaz de ayudar a los pobres radique en una fuerte distribución estatal (como creen los socialistas) o en el crecimiento propiciado por la libertad económica (como creen los liberales), es una cuestión técnica que la Iglesia no tiene que resolver, y en la que incluso los católicos debería poder discrepar libremente.

No parece razonable que la Iglesia –cuyo mensaje espiritual es universal y trasciende los contextos históricos– vuelva a comprometerse de manera excluyente con modelos políticos o socio-económicos concretos.

Nulidad matrimonial

Nulidad matrimonial

La nueva reforma del proceso de nulidad matrimonial canónica entrará en vigor a partir del próximo 8 de diciembre, sin que tenga carácter retroactivo.

Ha sorprendido que a un mes vista del próximo Sínodo de la Familia se haya acometido esta reforma que afecta a 21 cánones del Código de Derecho Canónico. La explicación que se ha dado es que este cambio ya se había adoptado en 2014, en el anterior Sínodo.

Por eso se aclara que, para el derecho de la Iglesia, la nulidad matrimonial no es equivalente a un divorcio civil –el matrimonio es indisoluble–, sino sencillamente que no existió tal matrimonio.

En este sentido, las nuevas normas procesales no pretenden rebajar o modificar las causas de nulidad matrimonial hasta ahora existentes. El motivo principal que ha llevado a realizar esta modificación ha sido la necesidad de agilizar la duración de este procedimiento, que no podrá exceder de un año; tal y como ya se reflejaba en 2005 con la publicación de la Instrucción Dignitas Connubii.

Siempre cabe el riesgo de que a una mayor celeridad en estos procedimientos exista una disminución en el rigor y las garantías procesales exigibles. En este caso, lo que pretende el legislador es simplificar y agilizar el procedimiento, pero manteniendo y preservando su naturaleza judicial, sin reconducirlo a un mero trámite administrativo. Si bien, la reforma prevé que para causas en las que no existan dudas sobre la nulidad interesada, el propio obispo de la diócesis pueda resolver de forma inmediata.

El aspecto más importante que presenta el nuevo proceso es la supresión de la doble instancia judicial. Hasta ahora se precisaban dos sentencias afirmativas de nulidad matrimonial, una dictada en primera instancia y otra más que tenía que ser confirmada por el tribunal de apelación o de la Rota, en su caso.

La experiencia personal me dicta que la principal causa de retraso de este tipo de procedimientos no es tanto su estructura como la diligencia en el cumplimiento de los trámites procesales previstos, ya sean de los abogados y peritos, como del defensor del vínculo y de los propios jueces.

Para resolver este problema sería suficiente con dedicar a las causas el tiempo necesario, sin compaginarlo con otras obligaciones o cargos; de tal forma que, si está previsto que se dicte sentencia en el plazo de un mes, a partir de la deliberación de la misma, no se retrase seis meses. Sólo con el cumplimiento perentorio de los términos judiciales y con una equilibrada distribución del trabajo a los jueces, bastarían para no alargar más de un año el proceso, sin que sea necesario agotar el límite establecido.

La otra cuestión que ha saltado a la opinión pública es el efectista titular de la gratuidad de los procesos. Hasta ahora existían unas tasas razonables que debían ser abonadas para sufragar los gastos del proceso, siempre y cuando no se hubiera concedido el derecho a la justicia gratuita.

Respecto a los abogados y peritos que no forman parte del Elenco eclesiástico, pactan sus honorarios con los clientes, como cualquier otra profesión liberal, y atendiendo a la normativa europea sobre la competencia. Habrá profesionales cuyos honorarios sean más o menos elevados, según los servicios que ofrezcan. Y siempre los clientes podrán elegir el que más les interese. Lo que carece de sentido es no cobrar por este trabajo tan trascendente e importante. De ser así, no se contaría con los mejores profesionales en detrimento de los clientes e incluso de los juzgadores.

Hace bien la Iglesia en facilitar la celeridad de los procedimientos y de hacer asequible los mismos sin rebajar las exigencias de la institución de la nulidad. Recordemos que en España en 2013, según el INE, hubo 100.327 sentencias de separación y divorcio, de las cuales, un gran número podrían ser objeto de nulidad; sin embargo, sólo se han dictado 768 sentencias favorables de nulidad canónica, en primera instancia, y 175 en segunda.

En mi opinión, aquí puede estar la respuesta a algunos asuntos objeto de debate en este Sínodo, como la comunión de los divorciados. Ojalá sirva esta reforma para paliar la actual secularización y ayudar a reconstruir la familia, ofreciendo una solución acorde con la doctrina de la Iglesia.