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Laicismo vs. clericalismo

Cuando la semana pasada se dio a conocer con detalle la auditoría realizada por una de las firmas más prestigiosas del ramo, PricewaterhouseCoopers, sobre la memoria justificativa de actividades de la Iglesia Católica en el ejercicio 2011, a los detractores de esta institución se les tuvieron que desbaratar los esquemas y apear los prejuicios, o al menos hacerles reflexionar ante la abrumadora, transparente y descomunal actividad  en servicio de la sociedad. Desde luego, la fuerza y el poder de las cifras hablan por sí solas, y en ocasiones son más convincentes e ilustrativas que muchos razonamientos que, a veces, se sitúan en un tramposo discurso trufado de un inamovible sectarismo ideológico. Dicho esto, tan dañino es para los ciudadanos, en un Estado aconfesional y plural, el laicismo que cercena la realidad del hecho religioso y su admisión social, como el extremo contrario del clericalismo que supone el abuso de la autoridad para favorecer el mantenimiento de los valores religiosos. En ambos casos se transgrede e invade los ámbitos de autonomía de la libertad que corresponde a las personas e instituciones, ya bien sea por defecto o por exceso. El hecho de que la Iglesia sea una institución con una gran aceptación social no tendría que suponer el recelo de los agentes políticos, antes por el contrario debería mantener unas cordiales relaciones de colaboración institucional. Por eso, intentar relegar y apartar a la Iglesia de la sociedad supone cortedad de miras, además  de ser una tentación baldía, por no decir imposible, ante la llamativa y legítima presencia que, según la referida auditoría, llega a atender a más de cuatro millones trescientas mil personas en hospitales y guarderías, a enfermos y ancianos, entre discapacitados y emigrantes, a refugiados o huérfanos, sin olvidar a drogodependientes y víctimas de la violencia. La Iglesia a través de Cáritas, presta una especial atención en esta época de crisis a las personas que padecen la pobreza, a quienes esta institución lidera hasta el sesenta por ciento de entre todos los centros del Estado. Pero si nos detenemos en la enseñanza que se imparte en los casi dos mil quinientos centros concertados no universitarios de inspiración católica, que reclaman los padres de más de un millón quinientos mil alumnos, éstos ahorran a las arcas del Estado la nada despreciable cifra de cuatro mil noventa y un millones de euros. En este sentido deviene irracional y absurda la furibunda inquina persecutoria laicista en algunas Comunidades gobernadas por la izquierda, pese a la creciente demanda de los padres en el ideario católico que impregna este tipo de educación. Es más, no existe ninguna organización, institución, partido político, ni siquiera actividad lúdica o deportiva que concite la presencia de más de diez millones de personas todos los fines de semana, durante las cincuenta dos semanas del año, que son el número de asistentes a Misa. Además, los ciudadanos, cada vez mejor, saben distinguir entre el matrimonio indisoluble canónico de otros sucedáneos y derivados como el matrimonio civil, de tal forma que al año se celebran cerca de sesenta y ocho mil ceremonias. Otro tanto se podría decir del servicio  pastoral que reclama la sociedad en Primeras Comuniones, Bautizos, Confirmaciones, o entierros que suponen un ahorro al Estado de mil cien millones de euros, de efectuarse según precios de mercado. Todos estos contundentes y decisivos datos se contradicen con la descabellada idea de revisar el Concordato,  cuando la labor que se desarrolla, por solicitarlo la sociedad, supone económicamente un importante ahorro para el Estado. Así, los recursos que obtiene la Iglesia para su autofinanciación se derivan de los acuerdos de colaboración con el Estado, mediante el sistema de  asignación tributaria, marcando la “equis” correspondiente en la declaración de la renta. La optimización y buena administración es tal que cada euro que se invierte en la Iglesia rinde casi dos veces y media más respecto al precio de mercado. Y es que, mal que les pese a muchos, y en contra de lo que dijera el anticlerical presidente republicano en el otoño de 1931, Manuel Azaña, España no ha dejado de ser católica.