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Juicio injusto a Jesús

En el ensayo de un profesor de Derecho Romano de la Universidad de Sevilla, se viene a concluir que fueron legales los trámites procesales del juicio a Jesús de Nazaret. Sin embargo, esta afirmación no deja de ser sorprendente por extravagante ya que no se compadece con la realidad. En este caso, antes que inventarnos la historia tendríamos que seleccionar cuidadosamente las fuentes fidedignas, y para ello habría que acudir, entre otras, indefectiblemente a los Evangelios. Sin ningún género de dudas se trata del juicio más importante y a la vez más injusto que jamás se haya celebrado en la historia de la humanidad; en primer lugar, por la inigualable trascendencia, dignidad y relevancia del procesado, y, en segundo lugar, por la extraordinaria repercusión e influencia de su doctrina en la cultura de la civilización occidental. La sentencia condenatoria a Jesucristo es profundamente injusta, tanto porque vulnera lo atinente al derecho sustantivo, y en este caso penal -por los presuntos e inexistentes delitos que se imputan al acusado de blasfemia y sedición-, como en lo referente al derecho adjetivo o procesal. Así, se da una apariencia de juicio y se procura observar ciertas formalidades legales, pero la realidad es que se concitan un cúmulo de defectos procesales que convierten el procedimiento en nulo de pleno derecho. Debido al liderazgo moral y espiritual, que no político, de Cristo, cada vez más creciente, que cuestionaba y ponía en duda la honestidad y fe de los fariseos y de las elites gobernantes, es lo que incita a la autoridad judicial judía a incoar de oficio un procedimiento penal, por inconfesables intereses políticos, contra un hombre que sabían que era justo e inocente. El fariseísmo hipócrita de los príncipes y sacerdotes, junto con su fanatismo religioso, llevó a proceder contra quien en verdad se llamaba el Hijo de Dios, y que se confabularan para acabar con él. El proceso judicial fue un simulacro de un juicio independiente porque ya de antemano habían decretado la sentencia condenatoria –predeterminación en el fallo- para deshacerse de quien hacía milagros, y les corregía en sus más de 1.521 prohibiciones rigoristas absurdas y asfixiantes como la observancia del sabbath, en el que, por ejemplo, estaba prohibido curar este día aunque se estuviera en peligro. Así, pues, el Sanedrín, presidido por el sumo sacerdote Caifás, decreta la primera orden de arresto de Jesús, a pesar de la falta de competencia de jurisdicción por carecer de la aquiescencia de la tutela compartida de la justicia romana. La inusual celeridad con que se celebraron los interrogatorios, atropellando los plazos legales y las horas inhábiles de la noche, y la constitución de este órgano judicial judío sin quórum suficiente, deviene en que sus deliberaciones e interrogatorios carezcan de validez. Además, para confirmar que se trataba de una burda simulación de un proceso, los testigos aleccionados por las autoridades incurrieron en falso testimonio, porque fueron comprados por ellas para deponer según el fin espurio que perseguían. De la confesión judicial del encausado no se contrastó la veracidad de sus contestaciones: “Sí, soy Hijo de Dios”, por lo que se obvió la “exceptio veritatis”, y en ese sentido mal se le podía imputar de la etérea tipificación de delito de blasfemia: “Tus palabras son una ofensa contra Dios, tú no eres más que un hombre”, prevaleciendo la presunción de culpabilidad en vez de la de inocencia. El Consejo Judío hace una valoración de las pruebas no solamente errónea, sino torticera y malintencionada. Se dicta sentencia con pruebas falsas e insuficientes, vulnerando el principio “in dubio pro reo”. Se juzga a un hombre extraordinario, santo, él que era la Justicia, por lo que difícilmente podía cometer delito alguno, y, sin embargo, dictan a sabiendas una resolución injusta, es decir, cometen delito de prevaricación. Buena prueba es que Poncio Pilato, la autoridad judicial romana, le pregunta, no casualmente: “¿qué es la verdad?”, y acaba cobardemente por inhibirse lavándose las manos: “Soy inocente de la sangre de este justo, allá vosotros”. Y, pese a ello, para mayor “inri”, presionado, consiente en que se ejecute una sentencia injusta.