Archivo por meses: May 2014

La décima o la Primera

Este fin de semana se concitan dos acontecimientos europeos de distinta significación. En primer lugar, se celebran las elecciones al parlamento europeo que, a juzgar por las encuestas del CIS, no es que precisamente levanten pasiones entre los descreídos ciudadanos de nuestro país, por el llamativo porcentaje de abstención. Y por otra parte, es la primera vez en la historia del campeonato de fútbol de la ahora Champions, otrora Copa de Europa -el máximo galardón del viejo continente que, a su vez, más mundiales de este deporte ha conseguido- que se enfrentan en la final dos equipos de la misma ciudad, en este caso de Madrid. Se ha dado la curiosa anécdota de que un seguidor del equipo revelación y brillante merecedor de la reciente Liga, que había sido nombrado como vocal de una mesa electoral, ha justificado ante su Junta electoral que tiene prepagados el billete de avión para trasladarse a la ciudad lisboeta y la entrada al Estadio da Luz, por lo que ha sido relevado de este deber cívico. Todo lo que se diga del deporte de masas por excelencia se queda corto en lo atinente a la creciente repercusión en un mundo globalizado, que atrae la atención en los lugares más recónditos del planeta. Es un extraordinario fenómeno mediático, cuya demanda y trascendencia sobre las personas sobrepasa las tribulaciones de estos tiempos de crisis. Y si bien los desproporcionados sueldos millonarios de los jugadores los justifican las leyes de mercado, se nos antojan abusivos que los mejores jugadores del mundo puedan llegar a ganar más de veinte millones de euros netos al año. La actividad humana del deporte y el ocio datan de una época tan antigua como Grecia o Roma, con sus olimpiadas, gladiadores, cuádrigas, lucha libre y atletismo, que se ha conservado a lo largo de la historia, y que cobra en la actualidad una inusitada vigencia, que su desaparición resulta impensable. Todo ello se potencia y amplifica con los aspectos culturales de las distintas ciudades de procedencia de los equipos competidores, que vertebrados en torno a los clubes deportivos, ya sean asociaciones o sociedades anónimas que coticen en los mercados bursátiles, llegan a conformar adhesiones inquebrantables de verdadero delirio emocional, difícilmente comprensibles para una mentalidad fría y racional. De otro modo, no se entenderían los tremendos disgustos o las vibrantes emociones que suscita este fenómeno social de masas. Los aficionados persiguen algo así como una búsqueda trascendente de la cotidianidad, una evasión de la realidad, elevando a la categoría de la sacralización e idolatrización a jugadores y equipos. En este contexto nos encontramos ante la final de mañana,  donde todos los acontecimientos se eclipsan, paralizan y enmudecen, relegándose toda importancia ante la efervescencia de la pasión por los colores y la historia del club de sus seguidores. El fútbol apareja un trasfondo de valores como la lucha, la superación, el sacrificio, el trabajo, la fe (…), además de la calidad técnica, que es lo que hacen que un equipo triunfe y sus éxitos sean modelo y reflejo para la sociedad. En este escenario, en que los medios se encargan de alimentar, seguir y rivalizar, está presente una filosofía aplicable a la vida  –“partido a partido”-, al punto de haberse propuesto su modelo de enfoque en las escuela de negocios, porque, en definitiva, el ocio también persigue el negocio. En este caso, el próximo partido está cargado de resonancias históricas, porque el equipo más laureado de Europa, el mejor representante de nuestro país en el extranjero desde sesenta años acá  -cuando ganó este primer trofeo, y la antigüedad es un grado-, intentará después de dos sexenios repetir suerte. A estas alturas las fuerzas están diezmadas y las espadas en todo lo alto. La batalla se libra entre los dos mejores equipos del continente, lo que hace más atractivo el desenlace. Porque, sólo podrá salir un vencedor y la suerte está echada, que será para el que, sin desmayo, sea más combativo e intenso en su estrategia, y más ambicione la victoria. Y es que, citando al antiguo y recién fallecido entrenador serbio madridista, Vujadin Boskov: “Fútbol es fútbol”.

 

La dignidad del trabajo

El Primero de Mayo o el Día Internacional de los Trabajadores se celebra la fiesta del movimiento obrero mundial, en el que se realizan reivindicaciones a nivel social y laboral. Tiene sus orígenes en el Congreso Obrero Socialista de la Segunda Internacional, celebrado en París en 1889, es un de homenaje a los Mártires de Chicago. Estos sindicalistas anarquistas fueron ejecutados al luchar por la jornada laboral de ocho horas, en la huelga de 1 de mayo de 1886. En el manifiesto comunista de Engels se indica: “El espectáculo de hoy demostrará a los capitalistas y a los terratenientes de todos los países que, en efecto, los proletarios de todos los países están unidos”. No obstante, sobre el concepto del trabajo habría que hacer breve un recorrido histórico, y de esta forma comprender su evolución y la importancia antropológica y social. El mismo origen de esta palabra, del latín “tripalium”, que significa un instrumento de tortura, nos evoca esfuerzo, penalidad o cansancio. Ya en la historia del pensamiento, el trabajo como realidad humana, ha ocupado un lugar primordial tanto en la cultura griega, en el pensamiento cristiano de la edad media o en la época moderna. En el mundo helénico, para Aristóteles el trabajo se presenta como una actividad manual propia de esclavos, que permite satisfacer las necesidades vitales, haciendo posible la dedicación a las tareas más nobles y elevadas como las ciudadanas y el afán por las grandes empresas e ideales en las que se requiere la sabiduría y la heroicidad. Sin embargo, el enfoque del trabajo en el pensamiento cristiano medieval, supera cualquier posible diferencia entre los hombres, al ser amados personalmente por Dios, que les ha dado la vida muriendo por ellos en la cruz. Todas las profesiones y trabajos tienen su reconocimiento y dignidad, y están orientados en último término a su Creador. En esta etapa, en vez de conformarse una teología sobre el trabajo, sólo aparecen aisladas referencias al mismo, con el “ora et labora” benedictino, alejadas del mundo y de las actividades cívicas, y como medio ascético para evitar sin más la ociosidad. Por el contrario, en la época moderna, con Erasmo y Tomás Moro, se promueve el espíritu cristiano en los ambientes seculares, pero la crisis de la unidad cristiana provocada por la Reforma protestante anegaron ese desarrollo. La teología luterana y calvinista se ocupó del trabajo humano, pero dominada por una concepción del pecado como corrupción total de la naturaleza, y por una visión de la predestinación que ponía en entredicho la libertad y la substantividad de la historia. Al comienzo de la revolución científica, tecnológica e industrial, se da un tránsito hacia una comprensión del trabajo como lo encontramos en nuestros días. Con Adam Smith se inicia una nueva visión moderna de la economía, y con ella del trabajo, que constituye la esencia de ese dinamismo, y su repercusión en el devenir de la historia. La aportación filosófica de Marx sobre el trabajo, retomando a Hegel, es la de una visión de la historia como proceso en el que la humanidad evoluciona y se modifica como consecuencia del sucederse de las estructuras de producción que el trabajar engendra. Finalmente, los pensadores cristianos no negaron la realidad del trabajo como fuente de dinamismo histórico, pero separándolo de la ideología hegeliana y marxista, e integrándola en el contexto de una antropología personalista de la fe cristiana. En este sentido, una de las mayores aportaciones ha sido la de Juan Pablo II con la encíclica “Laborem exercens”, en donde se entrecruzan dos dimensiones: el trabajo en sentido objetivo (someter la tierra) y subjetivo (acto de trabajar), aspectos de una misma acción humana que se despliega en la historia. Siendo el primer fundamento del valor del trabajo el hombre mismo, su sujeto; y sólo cuando se respeta, se contribuye al desarrollo del hombre y a la humanización del mundo. De ahí la necesidad, en orden a la eficacia de trabajar, tanto de competencia profesional, como de deseo efectivo del bien, de la rectitud de intención y de la formación de la conciencia, con el conocimiento del saber ético-moral.

 

Juan Pablo II

Para muchos, Juan Pablo II nos ha dejado una huella indeleble. Ha sido el Papa de nuestra vida, y ahora, con su canonización este domingo, cobra aún mayor relieve. Todavía recordamos con emoción aquellas primeras palabras de su pontificado, en 1978, que marcaban el comienzo de sus veintisiete años al frente de la Iglesia: “no tengáis miedo, abrid las puertas de par en par a Cristo”. Pocos años después, algunos tuvimos la suerte de participar en varios encuentros con él en Roma, con jóvenes universitarios de todo el mundo, en el Cortile de san Dámaso, que fueron el preludio de la Jornadas Mundiales de la Juventud, y nos urgía con fuerza a “una nueva evangelización” con nuestro estudio y trabajo (exhortación “Christifideles Laici”). El cariño que profesaba a nuestra tierra era patente, porque llegó a realizar hasta cinco inolvidables viajes. Quizá el más impresionante fue el de 1982, porque era la primera vez que un Papa besaba tierra española. Y aunque en este viaje hubo muchos momentos memorables, me quedo con el encuentro con más de ciento treinta mil jóvenes –el futuro de la Iglesia, como le gustaba decir- enarbolando su lema mariano “Totus Tuus”, en el estadio Santiago Bernabéu. Luego, visitaría otras ciudades muy cercanas como Granada. Se podrían reseñar diferentes aspectos de este gigante de la fe, de este líder espiritual, que ha cambiado la historia del siglo XX. Se ganó el cariño de todo el mundo, católicos y no católicos, por su coherencia de vida, su valentía, por ser un defensor de la paz, la libertad, la justicia, la dignidad de la persona, los derechos humanos, siempre al lado de los más desfavorecidos. Desde muy joven perdió a sus padres, sufrió el régimen nazi y la persecución comunista -él que contribuiría de forma especial a la caída del muro de Berlín-, pasando por un atentado terrorista y numerosas enfermedades que sobrellevó con heroísmo, como se refleja en el libro “Memoria e Identidad”. En su magisterio habría que resaltar la referencia constante al Concilio Vaticano II. Si hubiera que destacar dos de sus obras fundamentales habría que citar la promulgación del actual Código de Derecho Canónico y el Catecismo de la Iglesia Católica. Todo ello, sin olvidar las catorce encíclicas, y cómo  sorprendió a la opinión pública con la profunda teología del trabajo, además de criticar los defectos tanto del comunismo como del capitalismo egoísta, implantando la actual doctrina social de la Iglesia con la “Laborem exercens”, “Sollicitudo rei sociales” y “Centesimus annus”. Estamos ante un apóstol infatigable que ha cimentado su vida espiritual en una profunda vida de oración y un grandísimo amor a la Eucaristía (“Ecclesia de Eucharistía”) y a la Virgen María (“Redemptoris Mater”) lo que le ha llevado a recorrer el mundo (“Slavorum apostoli”, sobre la evangelización de Europa), sembrando paz y alegría. No le ha importado ir contracorriente para defender con valentía la verdad en todas las naciones, luchando por la dignidad de la persona desde la concepción hasta su muerte natural (“Evangelium vitae”), y defendiendo a la familia (exhortación “Familiaris consortio”) como la unión de un hombre y de una mujer. Además, en la “Veritatis splendor” desarrolló los fundamentos de la moral cristiana, y en la “Fides et ratio” explicó la inexistente contradicción entre la fe y la razón. Su celo por toda la humanidad le llevó a realizar hasta 104 viajes apostólicos para transformar el mundo, realizando una profunda labor ecuménica (“Ut unum sint”). No obstante, se lamentaba de no haber podido visitar Rusia y China, con lo que le hubiera gustado difundir allí la fe. Los que tuvimos la suerte de poder estar con él en su última visita a nuestro país, en la Plaza de Colón de Madrid, en mayo de 2003, recordamos con agradecimiento sus palabras cuando nos dijo: “Os llevo a todos en mi corazón, hasta siempre España, tierra de María Santísima”. Su vida ha sido ejemplar y fecunda, y citando al apóstol de las gentes podría decir de sí mismo: “He combatido bien mi combate, he concluido mi carrera, he guardado la fe” (2 Tim 4, 7).