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Holocausto eugenésico

A lo largo de la historia nos encontramos con numerosos ejemplos de eugenesia, esto es, una filosofía social que defiende la mejora humana mediante diversas formas de intervención manipulada y métodos selectivos. Ya en la antigua polis griega de Esparta se impartía una exigente “educación espartana” que comenzaba desde el nacimiento, con la idea de hacer soldados más fuertes. Es conocido cómo seleccionaban a los niños más sanos -desprendiéndose de los débiles y enfermos- dejándoles al relente durante la noche, y los que sobrevivían a las inclemencias del tiempo eran los más capacitados. Esta corriente del pensamiento alcanzó un gran auge a finales del siglo XIX con el darwinismo social, distinguiendo conceptos como “raza superior” y “raza inferior”, dentro del proceso de selección natural. De forma especial, esta ideología se plasmó terriblemente de forma práctica y real con la política totalitaria del gobierno nacionalsocialista alemán del Tercer Reich, a partir de 1933 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, con los delirios expansionistas y la utopía racial de Adolf Hitler, mediante políticas sociales para preservar la pureza de la raza aria. Ello supuso los guetos, las deportaciones, el exterminio racial y el holocausto en los campos de concentración –recordemos los de Auschwitz, Treblinka, o Mauthausen- que se cobró la vida de más de doce millones de personas, entre las que hay que destacar los seis millones de judíos asesinados, además de los gitanos, homosexuales, testigos de Jehová, enfermos y discapacitados, todos ellos objeto de esta ideología eugenésica. La ejecución del genocidio nazi –partido del Gobierno elegido por la mayoría- tuvo como soporte la sociedad alemana, la más moderna y con mayor nivel de desarrollo técnico de Europa, que en su mayoría aceptó con complicidad el aberrante trato que se le inflingía a los semitas. Ciertamente, había salvedades como la de la Iglesia católica, contraria a la propaganda y política sobre la Cuestión Judía, como se refleja en la encíclica “Mit brennender Sorge” que alertaba sobre la deificación de conceptos como la raza, la nación y el estado. Ahora, con la perspectiva que da el paso del tiempo, nos echamos las manos a la cabeza al contemplar la barbarie de una mayoría social europea, ante semejantes horrores contra los derechos humanos. En la actualidad, parece como si se volviera a repetir, una vez más, la historia sin haber aprendido de los errores del pasado. Entonces, el exterminio de personas tenía principalmente una motivación racial y xenófoba. Ahora, casi un siglo después, existen otros medios eugenésicos que se centran en los inmorales métodos -auspiciados por los gobiernos- de control de la natalidad, la fecundación in vitro, la ingeniería genética, la clonación humana, y el aborto por malformación del feto. Sin ir más lejos, la semana pasada, un “prestigioso” columnista decía: “Si alguien deja nacer a un enfermo, pudiéndolo haber evitado, ese alguien deberá someterse a la posibilidad, no solo que el enfermo lo denuncie por su crimen, sino que sea la propia sociedad, que habrá de sufragar el coste de los tratamientos, la que lo haga. Hijos tontos, enfermos y peores”. Estas ideas van calando, y junto a la generalizada cultura contra la vida se pone en evidencia que estamos en una sociedad enferma, ayuna de resortes morales, y en la que se vuelve a rememorar la locura del holocausto ante la inacción social inmersa en un utilitarismo materialista, que no ve más allá de sus propios intereses insolidarios. Los nuevos campos de concentración ahora se sitúan en los laboratorios y quirófanos, con la aquiescencia de algunos parlamentos y de los gobiernos que se dedican a chalanear con la igual dignidad de todas las personas humanas, sobre todo las más desprotegidas como el “nasciturus”. Si además estas presentan alguna discapacidad, tienen casi asegurada su sentencia de muerte, no vaya a ser que cueste mucho dinero su enfermedad, o supongan una carga para la familia. Mientras tanto, ante este horrendo espectáculo, la sociedad permanece insensible –como en la Alemania nazi- mirando hacia otro lado. Eso sí, todo muy democrático.

 

El nasciturus

El que ha de nacer –“nasciturus”- es un término jurídico acuñado en el derecho romano, participio de futuro en latín, que designa al ser humano desde que es concebido hasta su nacimiento. Su regulación legal no está dejando indiferente a la sociedad, no sólo en nuestro país, sino en todo el orbe. En la reciente democracia, hace siete lustros, se empezó a debatir el derecho a la vida con motivo del referéndum de la actual Constitución. Posteriormente, con la aprobación de la Ley Orgánica de 1985, y más tarde con la que está todavía en vigor de 2010. Ahora, ante las promesas electorales de este Gobierno de derogar la actual legislación sobre esta materia, continúa suscitándose este esencial asunto social. No es baladí el enfoque que la sociedad  establezca sobre el “nasciturus”, porque con ello se pone de manifiesto la concepción que tiene de la dignidad humana, de los seres humanos más desprotegidos, y eso nos remite a los fundamentos que sostienen e inspiran a toda una civilización. Quizá el argumento más recurrente para esgrimir el derecho a abortar es el de la autonomía de la voluntad. Así, se critica a los incondicionales defensores de la vida que “cada uno es libre de hacer con su cuerpo lo que quiera”, y que nadie debería obligar a otro a no abortar. Esta corriente de pensamiento está perfectamente recogida en el viejo lema o eslogan de: “nosotras parimos, nosotras decidimos”. El pretendido deseo para disponer libremente del ser engendrado pierde su legitimidad cuando se trata de decidir, nada menos, que sobre la vida de otro ser humano, distinto al de la madre, que no es una parte suya, aunque sea su progenitora. Para que esa libre disponibilidad tenga reconocimiento se relativiza al embrión, y se arguye, en contra de la ciencia, que solo se trata de un conjunto de células en formación. A la vez que se alegan circunstancias extraordinarias en la madre de naturaleza psíquica, económicas, minoría de edad, embarazos forzados, o anomalías en el feto, que justificarían, por el estado de necesidad, poder disponer con libertad de la vida del ser engendrado en este conflicto de intereses. Ante esta posible situación dramática y real, en muchos casos, se vislumbra una cierta banalización de la insuperable dignidad que encierra cada vida humana, que una vez que está en proceso de gestación cualquier interrupción voluntaria supondría un mal desproporcionado y superior al de padecer y afrontar esas situaciones adversas, superables con otro tipo de medidas. Lo que desde luego es irremediable, y no tiene marcha atrás, es truncar una vida humana, ya tenga una o varias semanas, porque científicamente es lo mismo. Ciertamente, el tratamiento del aborto tiene unas connotaciones especiales, porque el “nasciturus” no es la única víctima sino también la madre, a quien la ley tendría que prohibir la decisión de cercenar la vida del hijo engendrado, siendo responsable: “a lo hecho, pecho”. Además, concurre una incompatibilidad en la madre para disponer sobre la vida de su hijo, porque, siguiendo el aforismo jurídico, “no se puede ser juez y parte”. Existe una relación jurídica entre dos personas (madre e hijo), pero en caso de conflicto de intereses se conculca el principio de “igualdad de armas”, lo que produce una absoluta indefensión en el “nasciturus” que -sin voz ni voto- se le arrebata el derecho humano más importante de todos, el derecho a vivir, anterior al de la libertad, con las agravantes en la madre de alevosía y abuso de superioridad. La reforma legal del aborto no puede circunscribirse a un superficial y parcial maquillaje de esta compleja realidad, mareando la perdiz con circunloquios legalistas y trampas saduceas, o mediante calculados e hipócritas equilibrios electorales. De una vez por todas se ha de legislar en positivo y sin complejos a favor del “nasciturus” -antes que con el Código Penal- e instaurar y apostar por una verdadera cultura de la vida para erradicar -mediante las adopciones, la educación sexual responsable, y ayudas de toda índole a las madres necesitadas- la inhumana e incivilizada lacra social del aborto que se cobra la vida de, al menos, trescientos veinticuatro seres inocentes cada día. Javier Pereda Pereda.-

 

El Concordato

La aprobación por el Gobierno de la ley de educación –pendiente de su tramitación parlamentaria-, continúa siendo ampliamente contestada en el ámbito de los partidos de izquierdas y nacionalistas. Se argumenta por los detractores de esta reforma que se trata de una ley ideológica, y que no tiene el consenso suficiente. Lo cuál, no deja de sorprender porque para “ley  ideológica” la ya extinta asignatura de educación para la ciudadanía, los experimentos pedagógicos de pasar de curso con asignaturas pendientes, o la discriminación a la enseñanza concertada y diferenciada. Además, el cacareado pacto educativo es de todo punto imposible, al ser radicalmente distintas las formas de concebir la educación –libertad de los padres contra el intervencionismo estatalista, o el esfuerzo y excelencia contra el igualitarismo y la mediocridad-, que curiosamente se invoca cuando no se gobierna, y así intentar diluir las propuestas contrarias. Porque la educación, va de suyo, nunca puede ser neutral o aséptica –quienes ahora esgrimen lo contrario denotan falta de aseo intelectual-, puesto que conlleva una visión concreta del hombre, y de ella depende, desde luego, el presente y el futuro de la sociedad. La izquierda siempre se ha erigido en protagonista para marcar las directrices de la educación y la cultura, y ha defendido con uñas y dientes, como si fuera de su exclusiva incumbencia, imponer su modelo educativo. Por eso, no admiten y se rebelan contra otros planteamientos distintos a los suyos en la enseñanza –hay mucho en juego-, por lo que la pelea está servida, pese al fracaso cosechado hasta ahora en los veintitrés años de vigencia de sus leyes de educación. Así, el líder de la oposición no duda incluso en amenazar con el exabrupto de denunciar el tratado internacional entre la Santa Sede y Estado si se aprueba esta reforma, anunciando ya su derogación, pese a la perplejidad y desconcierto que concitan sus radicales postulados. Existe una fijación cuasi enfermiza de la izquierda en imponer a todos su ideología en la educación, sin admitir la más mínima pluralidad ideológica en un asunto tan sensible y decisivo. Uno de esos mantras es que sólo el Estado está legitimado para decidir la educación que se ha de impartir a los jóvenes, prevaleciendo la igualdad del sistema público sobre la libertad de las distintas iniciativas privadas, que sólo fomentarían la desigualdad social. El otro es que el único sistema ideológico aceptable es el de una concepción filosófica del hombre ajena a un enfoque trascendente, lo que nos conduciría a un relativismo nihilista. De esta forma, desactivando cualquier posible atisbo de libertad, se allana el camino para sustituirlo por el adoctrinamiento. Con estas premisas, por ejemplo, pese a la existencia sociológica de más de un setenta por ciento de padres que quieren que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones, incluida la asignatura de Religión, al implantarse ponen el grito en el cielo, nunca mejor dicho. Para ello, no importa que nuestra cultura occidental esté absolutamente imbuida del humanismo cristiano, ni que las raíces de Europa estén configuradas con estos valores que estructuran la sociedad, ni que existan respetuosas alternativas a esta asignatura. Lo que se quiere de intento es privar a los padres poder elegir libremente para imponerles como recambio otros valores distintos. De esta forma, con una labor de ingeniería social liberticida y totalitaria pretenden moldear las conciencias de los alumnos –suplantando a los padres- para que sean dóciles a sus invectivas ideológicas, abonando el terreno para los futuros electores con las ideas previamente labradas. Así, ante estas radicales posturas, próximas a la izquierda más rancia y desnortada, se entiende la actual situación del partido de la oposición, con una importante desafección en las encuestas en intención de voto, precisamente por los ataques furibundos a la libertad de enseñanza y religiosa. Y es que pese a la caída del Muro de Berlín –hace ya casi un cuarto de siglo- todavía hay quienes añoran y se empeñan en seguir aquel régimen que demostró ser un fracaso por coartar el derecho a la libertad de las personas.